Al neoconejo le pusieron un día una trampa y, aunque cayó en ella, supo salir airoso y escabullirse. Necesitó ayuda para ello, la buscó y la encontró en otra bestia generosa quizás, altruista, desinteresada o no, no lo sabemos. El neoconejo, como en las fábulas, se vió atrapado en el engaño y recurrió a otras bestias para que le ayudaran a salir con éxito y con fuerza para no caer de nuevo. Eso no es óbice para defenderse -si es que pudiera ser defensa- con las mismas armas con las que otros lo atacaron en su momento. Que el neoconejo no escuchó al Quijote aconsejar a Sancho no dar a los demás lo que no le gustara recibir de ellos.
Al neoconejo le gusta la hortaliza que otros han cultivado en su huerto; disfruta comiéndosela a escondidas, lo hace incluso descaradamente y logra esquivar el ataque defensivo de quien, con esmero, ha cuidado de su cosecha hasta que el roedor la ha alcanzado y ha dado cuenta de ella. No supo que le esperaba una trampa con el tiempo. Pero el neoconejo aprenderá a salir de las trampas con ayuda de otros y, sin darse cuenta ni necesitarlo, a construir otras sin dificultad para los mismos que le ayudaron.
Al neoconejo de nuestro neobestiario lo llevaron de viaje de placer y, una vez allí, le hicieron un gran vacio que le dolió, le molestó, y tuvo consecuencias sobre su bestia. El neoconejo pidió ayuda a otras bestias que le facilitaron la salida del laberinto en el que se había metido. Pronto el neoconejo ha pagado la deuda adquirida de la peor manera: construyendo la trampa para aquella bestia que le ayudó. El neoconejo preparó un viaje con otras bestias y, a quien le ayudó, le ha tendido la misma trampa sin apenas darse cuenta, sin sensación de culpa y sin conciencia de daño.
Al neoconejo le enseñaron la salida un día y la aprendió, pero sin querer aprendió a abrir la trampilla donde caerían otras bestias.