Alarde de modernidad o sibaritismo estremo, llamenlo como quieran pero así somos: signo del zodiaco compartido entre tres y, para más inri, leo, egocéntricos, ególatras, ... y para qué voy a seguir... nos presentamos en uno de los mejores restaurantes de la Mancha según algunos entendidos y le pedimos al camarero que nos recomiende un vino de la zona, por supuesto: un tinto de Valdepeñas riquísimo del que dimos buena cuenta en dos ocasiones. Le pedimos al camarero que nos sorprenda también con el mejor tapeo del que disponga pues no queremos cenar sentados y desde luego que nos sorprende.
Parece ser que los camiones de buen pescado del sur pasan antes por Valdepeñas de camino a Mercamadrid. Así probamos unas almejas buenísimas al vapor y alguna que otra delicia del mar. Las carnes las probamos en un par de versiones: unas albóndigas especiadas con una mezcla de carne muy original, y después otra carne a la manera tradicional y de la forma más natural.
El servicio era exquisito incluso en la barra del bar donde cenamos tan deliciosas tapas: cambio de cubiertos con cada tapa, las copas de cristal apropiadas, vajilla blanca muy moderna de grandes platos. Y con ella la gran anécdota de la noche que sólo podría pasarnos a nosotros por modernos y sibaritas.
El camarero sirve unas copas de vino -serían las últimas-, recoge la tapa anterior y sale de la cocina con una bandeja de porcelana blanca rectangular, sobre ella dos bandejas más pequeñas también rectangulares, en una de ellas un cuenquito pequeño lleno de unos granos de sal que parecía estar especiada y aromatizada, entre las dos bandejas pequeñas dos cubiertos nuevos -un cuchillo y un tenedor-, y en la otra bandeja la sorpresa: dos pequeñas tajadas que observamos con detenimiento, olimos y divagamos sobre qué podría ser. El resultado de la investigación no era del todo claro, podría ser pescado crudo, alguna gelatina sabrosa... Tanta observación nos tenía en tensión hasta que me decidí a probar un pedazo. Corté un trocito muy pequeño por si no me gustaba el sabor pues no sabíamos de qué se trataba, lo impregné con los granos de sal y me lo llevé a la boca con mucho cuidado y atención. Saboreé y determiné: era tocino, eso sí, ibérico, con veta roja que sonrosaba toda la tajada, y rico, por qué no decirlo, pero simple tocino. Y así lo confirmó también otro de los comensales y amigo.
Y en ese momento volvió a salir cel camarero con un plato ardiendo que colocó en el centro, y con otro lleno de filetitos de solomillo crudo, pincho con el tenedor una tajada de tocino con la que impregnó la fuente caliente, y dispuso los filetitos para que se cocinaran con ese calor. Reimos toda la noche y casi prometimos no contarlo, pero ya ven ustedes.
Eso sí, el solomillo era exquisito también y los postres deliciosos. Todo muy moderno.
2 comentarios:
Jajajajaja, por lo menos no os vio el camarero
xa volvin daló.
o camareiro non vos viu, pero vós si: é algo que lembraredes para o resto da vida! jeje
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